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Nuestra espiritualidad

Espiritualidad de la Orden

La espiritualidad de la Orden, cuyos elementos principales aquí se presentan, procede del seguimiento de Cristo según los preceptos evangélicos y de la acción del Espíritu Santo. Tiene como principal punto de referencia el ejemplo y magisterio de san Agustín y la tradición de la misma Orden. El código fundamental de esta espiritualidad es la Regla, que debe regir nuestra vida y actividad. La espiritualidad agustiniana, desarrollada a través de la historia y enriquecida por el ejemplo y la doctrina de nuestros mayores, debe vivirse conforme a las circunstancias de tiempo, lugar y cultura, en consonancia con el carisma de la Orden.

Aspecto evangélico y eclesial

Amamos a Dios y luego al prójimo (cf. Mt 22,40), como Jesús mandó a sus discípulos y que es la ley suprema del Evangelio, a semejanza de la primitiva comunidad cristiana constituida bajo los santos apóstoles en Jerusalén (cf. Hch 2,42-47)

Amar a Cristo es amar a la Iglesia, que es su cuerpo, madre de los cristianos, a la que se ha encomendado la verdad revelada. En la Iglesia “nos hemos convertido en Cristo. Pues si él es la cabeza, nosotros somos los miembros”, “porque el Cristo total es la cabeza y el cuerpo”. Seamos, por tanto, testigos de la unión íntima con Dios y fermento de unidad para todo el género humano.

La vida cristiana se renovará en nosotros cada día y florecerá en la Orden, si cada uno “lee ávidamente, escucha con devoción y aprende con ardor” la Sagrada Escritura, sobre todo el Nuevo Testamento, ya que “casi en cada página no suena otra cosa que Cristo y la Iglesia”. Acuérdense además los Hermanos de acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que se realice el diálogo del hombre con Dios.

La Eucaristía es el sacrificio cotidiano de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, en que se ofrece a sí misma a Dios. Por consiguiente, todos los que hemos abrazado la consagración a Cristo, amado sobre todas las cosas, tengamos hacia tan inefable misterio el mismo amor en el que ardió san Agustín, pues es signo y causa de la unidad de la Iglesia en la armonía de la caridad e impulsa a la actividad apostólica y a la implicación en el mundo y en la historia.

Todos nosotros somos miembros del Cristo total, en unión con María, la madre de Jesús. María es signo de la Iglesia: “(ella) dio a luz corporalmente a la cabeza de este cuerpo. La Iglesia da a luz espiritualmente a los miembros de esa cabeza”. Por su fe íntegra, firme esperanza y sincera caridad, María nos acompaña continuamente mientras peregrinamos en esta vida y sostiene nuestra actividad apostólica.

Búsqueda de Dios e interioridad


Consciente o inconscientemente, tendemos de modo continuo e insaciable a Dios para gozar del bien infinito con que se sacie nuestro deseo de felicidad, porque nos hizo para Él y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Él. Así, nuestra principal dedicación común es buscar a Dios sin límites, ya que sin límites debe ser amado. Pero no podemos buscar juntos a Dios sino en Cristo Jesús, Verbo que se ha hecho carne por nosotros para hacerse camino, verdad y vida para nosotros, de modo que, comenzando por la carne visible, seamos llevados al Dios invisible. La oración personal y comunitaria, el estudio y cultivo de la ciencia, la investigación sobre la realidad actual y la misma actividad apostólica son dimensiones necesarias en esta búsqueda, que nos acerca a las preocupaciones de nuestra sociedad. En efecto, nada humano nos es ajeno, sino que nos implica más en el mundo, ámbito del amor de Dios (cf. Jn 3,16) y del encuentro con Él.

Comunión de vida


El amor proviene de Dios y a Dios nos une, y mediante este proceso unificador, superado lo que nos separa, nos transforma para que seamos uno, hasta que al final Dios sea todo en todos (cf. 1Co 15,28). Por eso, la comunión de vida, que Agustín nos propone a semejanza de la primitiva comunidad apostólica (cf. Hch 2,42-47), es un cierto anticipo de la unión plena y definitiva en Dios y camino hacia ella. Aunque esta “santa comunión de vida” entre los Hermanos sea un don de Dios, sin embargo cada uno de nosotros debe tender con todas sus fuerzas a perfeccionarla, hasta llegar a la unidad en el amor, que permanecerá en la ciudad celestial, compuesta de muchas almas: esta ciudad “será la perfección de nuestra unidad después de esta peregrinación”. De ella, pues, traten de ser signo nuestras comunidades en la tierra, teniendo presente el modelo de la perfectísima comunidad de la indivisa Trinidad.

Servicio a la Iglesia y evangelización


Siguiendo las huellas de san Agustín, el amor a la Iglesia nos lleva a mostrarle una total disponibilidad para socorrerla en sus necesidades, aceptando con prontitud las tareas que nos pide, según el carisma de la Orden. Recuerden los Hermanos que esta disponibilidad al servicio de la Iglesia constituye una de las características esenciales, que distingue nuestra espiritualidad. Además, estando abiertos al mundo, nos sentiremos solidarios con toda la familia humana e implicados en sus avatares, atentos sobre todo a las necesidades de los pobres y de los que padecen gravísimos males, sabiendo que cuanto más estrechamente estemos unidos a Cristo, tanto más fecundo será nuestro apostolado.

Por último, para que nuestra Orden actúe siempre según su genuina espiritualidad, los Hermanos, no como si estuvieran obligados por la necesidad, sino movidos por la caridad, den testimonio de “su libre entrega al servicio de Dios” y, sin buscar su propia justicia (cf. Rm 3,10-20; Ga 2,16), háganlo todo para gloria de Dios, que obra todo en todos (cf. 1Co 12,6), persuadidos de que también esto “es gracia de Dios, que los Hermanos vivan en comunidad, no por sus fuerzas, ni por sus méritos, sino por don suyo”. Así se cumplirá lo que se dice en la Regla, que observemos todo por amor, “como amantes de la belleza espiritual…, no como siervos bajo la ley, sino como personas libres bajo la gracia”. Pues gratuitamente creados y redimidos, gratuitamente llamados y justificados, demos gracias a Dios y cumplamos nuestra misión en paz y humildad, gozosos en la esperanza y en espera de “la corona de la vida” (Ap 2,10) con que Dios, al remunerar nuestras buenas obras, no hará sino culminar en nosotros sus dones.